Adivina adivinanza
¿Qué relación tiene la disposición de los pétalos de las flores, la distancia entre las espirales de una piña o de un nautilus, la altura del ser humano y su ombligo, Leda atómica de Salvador Dalí, las sonatas de Mozart, el sistema solar, las medidas de una tarjeta de crédito con la cría de conejos?
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Más allá de A. Square
Hay veces en las que uno se siente orgulloso de la gente de su profesión. No vivimos tiempos en los que nos podamos llenar la boca con eso de que somos teólogos. Las campanas al aire las echan otros: economistas (los CEO surgen como champiñones manifestando su naturaleza de fungi), informáticos (a golpes de bytes nos han sumido en la tecnoesclavitud) o físicos (entre hawkings y sheldons anda el juego de la fisión y la ficción). Los teólogos apenas si surgen en las noticias por cuestiones de incontrolada sexualidad y, lamentablemente, han terminado por compartir estante en las librerías con panfletos esotéricos o de autoayuda. Pero Abbot no era así. Sus padres eran primos y él, rompiendo las tradiciones populares, no tenía un pelo de tonto.
Edwin Abbot Abbot nació en Londres en 1838 y falleció en el primer cuarto del siglo XX. Se formó en el St John’s College de Cambridge y destacó en las disciplinas de la época: textos clásicos (cosas de su padre que era filólogo) y, cómo no, teología. Hasta hoy se pueden encontrar ejemplares de la Enciclopedia Británica en los que firma la entrada de “los evangelios”. Fue un erudito que escribió gramáticas shakesperianas y joaninas pero, curiosamente, no se le recuerda demasiado por eso. Su nombre aparece en los anales físicos y digitales por una obra breve pero sumamente exquisita: “Flatland, romance of many dimensions”. ¡Qué grandeza la del ilustrado que juguetea con la sencillez!
Tenéis que leerla (está en el Proyecto Gutenberg y es de descarga legal) por lo que sólo os desvelo algunos detalles relevantes para mi argumentación posterior.
El relato, escrito con el seudónimo de A. Square (“un cuadrado” en inglés), propone una crítica a la sociedad victoriana desde una plataforma inesperada: las matemáticas. El narrador es un cuadrado que vive en un mundo de dos dimensiones (Planilandia) y que tiene a bien ponernos al día de como son las cosas en su entorno a nosotros, los habitantes de un mundo de tres dimensiones (Espaciolandia). Podemos pensar que es una narración farragosa pero nada que ver, es un texto muy jocoso y sumamente ilustrativo de una época (quizá muchas más de lo que pensamos) y una visión del entorno.
En Planilandia las mujeres son líneas rectas (lo que las convierte en sumamente peligrosas y, en ocasiones, invisibles), los soldados y clases más bajas son triángulos isósceles, la clase media son triángulos equiláteros, los profesionales y caballeros son cuadrados, la aristocracia es representada por figuras poligonales y, obviamente, los sacerdotes son casi circulares. Es una sociedad sumamente clasista y normativa que busca el perfeccionamiento de la forma (cada hijo nace con un lado más que su padre) con obsesión. Si bien hubo una época en que existieron los colores, en el momento de la narración estaban prohibidos porque tendían a igualar las clases sociales y a confundirlas. Depende el tipo de colores empleados una mujer podía parecer un círculo y, eso, era intolerable para la concepción de esa dimensión. Para muchos círculos, la mujer es apenas considerada un ser racional y evitan su contacto. La norma que rige este mundo se debe a un tal Pantociclo y se resume en “atiende a tu configuración”. ¡Ah!, por cierto, tocar es sumamente importante en Planilandia para reconocer a alguien (al menos en las clases menos aristocráticas).
Un día, nuestro cuadrado narrador, tiene una visión: sueña con Linealandia. Allí se encuentra con una gran línea en la que hay puntos (que son las mujeres) y líneas (que son los hombres). El rey de ese lugar es la línea recta más larga, un ser tosco e impaciente que no comprende las preguntas bidimensionales de Cuadrado. Para reconocer a los diferentes seres de Linealandia se emplea el oír. La visión concluye y la reflexión subyace.
En la Nochevieja de 1999, Cuadrado recibe una visita que le perturba notablemente: una esfera. Esta intenta explicarle las peculiaridades de su naturaleza y cómo es un mundo de tres dimensiones. Lo intenta con razonamientos matemáticos, con pruebas prácticas pero solo recibe la intolerancia y agresividad de un Cuadrado perturbado. Es el momento en que debe optar por una solución dramática: llevar a Cuadrado a Espaciolandia. La visión de las cosas cambia radicalmente para el narrador cuando contempla su familia desde “arriba”, cuando observa un cubo o un cilindro.
El texto sería una depurada analogía costumbrista si no es porque, en cierto momento, Cuadrado le propone a la esfera que le enseñe su interior, cuando plantea la posibilidad de cuatro dimensiones. La insaciable necesidad de conocimiento de aquel diminuto cuadrado le lleva a soñar con Pensamientolandia y eso produce el rechazo y la intolerancia de la esfera que se opone a imaginar ese mundo. El castigo por tal osadía se resume en una palabra: abajo. Y Cuadrado vuelve a Planilandia.
El intento de explicar a sus familiares y congéneres la tercera dimensión le lleva a la herejía y a siete años de cárcel. Y ahí acaba la historia.
Rescato una constante de reacción: el rechazo de cualquier grupo social, avanzado o no, a la dimensión superior. Y pienso en el devenir de la historia humana. ¡Qué extraño tuvo que ser hablar de un solo Dios a sociedades politeístas! ¡Qué chocante creer que, además, ese Dios se preocupaba por las personas! ¡Qué notorio salvarse sólo por creer sin tener que hacer nada! ¡Qué revolucionario amar a los enemigos! ¡Qué fantástico comprender que todos somos iguales y que da igual sexo, patria o estatus! ¡Qué innovador descubrir en la naturaleza un Diseñador! ¡Qué herético sostener que hay algo más allá de lo material!
Sé que va a producir sarpullido lo que voy a decir pero hay más de tres dimensiones (y no hablo del tiempo), hay algo más allá del oír, tocar o ver, hay una realidad que el común de los mortales apenas intuye porque no está acostumbrada a contemplar. Pero, no importa que algunos sugieran que la filosofía ha muerto y que reina la ciencia, Abbot tenía razón.
El Egipto del siglo XV a.C. era como Planilandia. La Casa de Faraón poseía incuestionables derechos y los hebreos incuestionables deberes. La vida de los esclavos semitas no tenía horizonte, no había posibilidades más allá del plano de una vida de trabajo. Pero llegó Moisés. Había visto más allá de la ciencia egipcia (con sus trepanaciones y momificaciones mil), más allá de la estrategia (con el brillo broncíneo y espectacular de ejércitos), más allá de la realidad (no había victoria para un pueblo sometido). Había visto la zarza. Y, con relación a ello, Hebreos 11,24-25 afirma: “Por la fe Moisés, hecho ya grande, rehusó llamarse hijo de la hija del faraón, prefiriendo ser maltratado con el pueblo de Dios, antes que gozar de los deleites temporales del pecado, teniendo por mayores riquezas el oprobio de Cristo que los tesoros de los egipcios, porque tenía puesta la mirada en la recompensa. Por la fe dejó a Egipto, no temiendo la ira del rey, porque se sostuvo como viendo al Invisible”.
La fe amplía potencialmente la visión, abre las ventanas de paisajes que, aunque cercanos, no habíamos contemplado con anterioridad.
Pablo va a desarrollar esta idea en 1Co 2. Hablará de la sabiduría humana y de la divina, de lo que se alcanza a ver y lo que no. Los versículos del 11 al 15 no tienen desperdicio:
¿Quién de entre los hombres conoce las cosas del hombre, sino el espíritu del hombre que está en él? Del mismo modo, nadie conoció las cosas de Dios, sino el Espíritu de Dios. Y nosotros no hemos recibido el espíritu del mundo, sino el Espíritu que proviene de Dios, para que sepamos lo que Dios nos ha concedido. De estas cosas hablamos, no con palabras enseñadas por la sabiduría humana, sino con las que enseña el Espíritu, acomodando lo espiritual a lo espiritual. Pero el hombre natural no percibe las cosas que son del Espíritu de Dios, porque para él son locura; y no las puede entender, porque se han de discernir espiritualmente.
El argumento es tajante: hay cosas que muchas personas, desde una perspectiva materialista, no pueden comprender porque son de otra dimensión. No hay vuelta de hoja, no se puede acceder a ese conocimiento desde la abstracción sino desde la atracción.
El autor de Tarso va a retomar la imagen del Éxodo para mostrar la clave de esa dimensión espiritual:
No quiero, hermanos, que ignoréis que nuestros padres estuvieron todos bajo la nube, y todos pasaron el mar; que todos, en unión con Moisés, fueron bautizados en la nube y en el mar, todos comieron el mismo alimento espiritual y todos bebieron la misma bebida espiritual, porque bebían de la roca espiritual que los seguía. Esa roca era Cristo. (1Co 10:1-4)
Jesús, muy superior a la esfera de Abbot, amplía nuestra mirada a un lugar que no está limitado por el pecado y sus medidas. El pecado propone caos, Jesús orden; el pecado enfermedad y sufrimiento, Jesús sanidad y gozo; el pecado muerte, Jesús eternidad. Creemos, por culpa de nuestra sesgada cosmovisión, que toda acción implica una reacción similar o de mayor intensidad. Con Jesús, la reacción, si existe, se convierte en aserción y amor. En nuestro mundo la competencia, la deslealtad, la traición, la mentira, la autosatisfacción personal (otra manera de llamar a la egolatría), el hedonismo son comunes. Con Jesús, la cooperación, la fidelidad, el apoyo, la verdad, la generosidad y el disfrute aparecen en escena y opacan cualquier sucedáneo.
Para Jesús no importa ni el Porsche a la puerta de nuestra casa, ni siquiera el porche de dicha casa. Le importa que abramos la puerta y que pueda entrar en casa. Cambia cosas por personas, hechos por actitudes, 3D por ∞D. Con estos planteamientos, es lógico que para muchos, de pensamiento lineal, cuadriculado o circular, esta propuesta sea irreconciliable con su manera de entender el mundo.
Sé que a bastantes cristianos se les ha olvidado pero, desde Cristo, se interpreta el mundo con una claridad diáfana. Desde su misión se entiende el Conflicto Cósmico y su resolución. Desde su instrucción se aclara la naturaleza de Dios y de los hombres. Desde su vida se comprende la religión y los vínculos de vitalidad que en ella residen. Desde su muerte se explican los límites (o carencia de estos) del amor. Desde su resurrección se advierte la magnitud del poder divino y su soberanía universal. Desde su promesa de regreso se intuye el significado de “arriba” en este mundo de escasas dimensiones.
Resolvamos la adivinanza:
Se llamaba Leonardo y a su padre le apodaban “el bonachón” y él, cosas de las herencias, recibió el alias. Leonardo de Pisa o Fibonacci (“hijo del bonachón” en aquella lengua medio latina del siglo XI d.C.) viajó por el norte de África donde aprendió a usar los números árabes. En 1002 escribe un libro, Liber Abaci, que ilustraría a toda Europa con el uso de nuevas técnicas matemáticas. Allí se presenta una sucesión que resolvía un problema de cría de conejos: “Un hombre encierra un par de conejos un año, estos tienen la capacidad de parir otra pareja cada mes, y los nacidos crían al mes siguiente de nacer. ¿Cuántos conejos tiene al final del año?” Y la serie (1, 2, 3, 5, 8, 13, 21, etc.) se hizo tan famosa que hasta hoy se la conoce como “la sucesión de Fibonacci”.
Tal sucesión se encuentra, curiosamente, en muchos de los elementos de la naturaleza: el sistema solar, las partes de un ser humano, la estructura de un árbol. Y, lo que es más interesante, el cociente de dos términos sucesivos de la serie de Fibonacci tiende al número áureo (φι). Esto lo relaciona con la disposición de los pétalos de las flores, las espirales de una piña o de ciertos tipos de caracoles y cefalópodos, medidas del ser humano, estructuras arquitectónicas, el hombre de Vitruvio, obras de arte y música, y, sí, hasta las medidas de aquella tarjeta de crédito que obtiene cosas y endeuda vidas.
Por cierto, la adivinanza no es inocente. Estos procesos matemáticos tienden a perturbar a aquellos que viven en la dimensión del positivismo, de lo material, del azar como agente de resultados, de la Naturaleza como diseñadora de estructuras vivas. ¿Por qué la belleza, desde sus diferentes plataformas, se relaciona con números de este tipo? ¿Por qué nos seguimos sintiendo atraídos por la simetría? ¿Por qué los fractales, en su supuesto azar, tienden a generar formas equilibradas en el día a día?
En la dimensión del empirismo que deriva en ciencia es fácil resolver el cómo pero, en estos tiempos, la pregunta que seguimos haciendo es por qué. ¿Hay casualidad o causalidad?
Divina adivinada
¿Qué relación tiene la insaciable otredad del ser, la multiplicidad del tiempo, la expresión “carpe diem”, la insatisfacción del crecimiento intelectual, las melodías de los Beatles, el devenir del cosmos, la medida de mi tarjeta de crédito con respetar a Yhwh y guardar sus mandamientos?
Más allá de Liber Abaci
Qohelet expone el cómo de este mundo y se atreve, aunque brevemente, con el por qué. El sabio predicador sugiere “la sucesión de Salomón” o el binomio áureo que nos ayuda a saltar de una dimensión a otra.
Comentábamos en el capítulo cinco que la estructura del libro nos revela los tres grandes ejes en los que se vertebra el material y que resultan de preguntas sustanciales: la insignificancia de la vida, la derrota al buscar el sentido de la existencia y la futilidad del tiempo. Muchas preguntas surgen en torno a estas demandas. Podemos solventar cómo se generan las enfermedades pero todo se complica cuando nos preguntamos por qué. ¿Por qué la muerte? ¿Por qué el dolor? ¿Y el placer? ¿Por qué necesitamos razones? ¿Por qué yo?
Y lo primero que hay que recordar es que somos personas, que sentimos y merecemos, aunque sea una breve explicación. Qohelet habla a seres que sienten y piensan, aunque estén en la dimensión de comprensión equivocada.
Ahí es donde surge la serie de Salomón, el binomio áureo:
Al final, éste es el discurso:
Ya se ha dicho todo.
Respeta a Dios,
guarda sus mandamientos
porque, eso es todo el hombre.
(Qoh 12,13)
Me desafío y os desafío a que leamos Qohelet desde esta medida, que adoptemos la actitud de los inocentes y busquemos descubrir más allá. Hay que procurar la mirada de “arriba”, desde otra dimensión, y, para ello, necesitaremos la visión espiritual que, generosamente, regala el Espíritu. Oír no es suficiente, tampoco tocar, ni siquiera ver… es momento de creer.
El próximo capítulo comenzamos a proponer soluciones a la divina adivinada. Entre tanto, ¿por qué no?, 1, 2, 3, 5, 8, 13, 21…
Libertador S. Martín, 22 de noviembre, el día de la soberanía colectiva y, ojalá, personal del 2010
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