domingo, 28 de noviembre de 2010

Nubosidad evitable

Siempre había pensado en ellas como la representación de lo etéreo, lo idílico, casi lo divino. Mi amigo José Alejandro, piloto experimentado y hombre de sentido, me abrió los ojos. No, esas nubes con aspecto de film new age, sonrosadas y algodonales, no son lo que parecen. Muy al contrario, se evitan en los trayectos aéreos por su peligrosa virulencia. Nunca mejor dicho, estos borreguitos esconden un lobo en su interior. Y me recordó a nuestro mundo. ¡Qué similar! Hay tantas cosas que parecen una cosa pero que son otra.

La familia, estructura básica de cualquier estructura, se encuentra en un momento delicado. Mi preocupación no se sustenta en aquellos elementos que hemos aprendido a identificar como dañinos y que, con mayor o menor eficacia, intentamos combatir. Hay otros asuntos que despiertan mi interés. Aquellos que, cual nubecillas de una tarde de primavera, esconden en su interior los rigores de la tormenta.

Durante muchos años he admirado a los cabañuelistas, aquellos hombres de campo que sabían leer los signos del cielo. Te sorprendían con afirmaciones climatológicas más allá de una semana vista. Conocían las formas de las nubes, los olores de las humedades, la precisión del vuelo de los pájaros, el color de las montañas y los interpretaban. En este mundo hay detalles que, cual juego de pistas y rastreo, nos abren los ojos. Os propongo, en un divertimento meteo-literario, algunas comparaciones con el objetivo de evitar, en el trayecto de nuestra vida familiar, nubes y otros obstáculos.

1. Estratos.

Estas nubes se sitúan, usualmente, en el horizonte con forma de fajas y se alinean en diferentes alturas. Su nombre latino (stratus) hacía referencia al lecho de los ríos, espacio donde se podían apreciar los diferentes materiales de los que se compone la corteza terrestre.

Hubo un tiempo en que los grupos familiares eran, extrañamente, monoparentales. Es más, las familias se enmarcaban en extensas relaciones más allá de padres o hermanos. La actividad de éstas se amalgamaba en edades y experiencias, oficios y beneficios, vitalidades y reflexiones. Las actividades cotidianas hacían converger a niños con adultos y ancianos. La comida, el fuego (de ahí el término hogar), las labores del campo, los ritos de pasaje, la transmisión de la microhistoria, la religión y el folklore congregaban a los diferentes elementos familiares.

Hoy es distinto.

Hemos estratificado, por edades, la sociedad e, incluso, la familia. Observad nuestro entorno. Los niños, por obligaciones del sistema materialista que se nos impone, son desvinculados desde temprana edad del entorno materno-paterno. Crecen en sociedades donde, salvo el maestro/a, el resto son pares en edad. Una realidad tristemente constatable es que la mayoría de los padres esperan de los colectivos educativos que los hijos pasen el mayor tiempo posible en sus centros. Los jóvenes se educan, divierten y relacionan, igualmente, con su estrato de edad. Los adultos trabajan, dialogan, se vinculan con sus pares temporales. Mucho más marcada es la tendencia con los ancianos que, además, pierden, con el snobismo de la modernidad del conocimiento, su ascendencia sobre cualquier estrato de tal sociedad.

¿Qué sucede? Los diferentes estratos no se conocen. Los padres no comprenden a sus hijos, los hijos (en un cocooning preocupante) son indiferentes ante los padres. Los niños reflejan el mundo con el que se relacionan (la televisión o la Playstation), los ancianos malviven en el ostracismo de los suyos. Y es lógico porque compartimos espacios pero no vivencias.

Pablo rompe con los estratos de su época: de etnia (judío-griego), de clase social (amo-esclavo), de género (hombre-mujer). En Cristo estamos igualados aunque seamos diferentes (Gal 3,28). Si viviera hoy día, seguramente, diría algo similar de los estratos familiares: en Cristo todos somos uno, familia.

Lo más divertido, como sucede en los intríngulis de la paleontología, es que en muchas ocasiones los estratos modifican sus niveles. Los ancianos se someten a la voluntad de los niños en un deseo de congraciarse a corto plazo. Los adolescentes juegan a adultos y los adultos a vivir la continua juventud. En el desenfoque de los estratos, por el desconocimiento del otro, pensamos sólo en la apariencia de lo mejor. Pero las apariencias engañan. Los niños necesitan del cariño de sus mayores pero también del equilibrio que fomenta la experiencia. Los adolescentes, en las carencias propias de su etapa, necesitan comprender que aún están incompletos, que la madurez es un valor a desear. Los adultos deben encontrarse a sí mismos en lugar de rodearse de objetos que los enajenan. Los ancianos deben comprender que las canas no son una excusa para vivir egocéntricamente, aún queda mucho por hacer.

Estratos naturales, sí. La edad establece diferencias de igual manera que las etnias, clases sociales o géneros son elementos distintivos. Estratos aislados, no. El desconocimiento refuerza nuestros temores y descompone las estructuras naturales. En Cristo todos somos uno, familia.

2. Cúmulos.

Aquellas visiones algodonosas de las nubes coinciden con los cúmulos. Los hay de diferentes designaciones con relación a su altura (estratocúmulos, altocúmulos, nimbocúmulos). Su nombre deriva de un término latino (cumulus) que refleja el campo semántico de lo añadido, lo que se almacena o incorpora.

Estos nublos son, a mi manera de ver, uno de los ejemplos más claros de nuestra sociedad. Surgen del calor del sol sobre los mares. Presenta un aspecto sumamente bucólico y de ensoñación aunque escondan en su interior los rigores de la tormenta. Crecen exponencialmente, elevándose con prestancia y, antes de descargar, oscurecen el ambiente hasta entenebrecer la tierra.

El mundo de adquisiciones materiales en el que nos vemos envueltos tiene un aspecto similar. Se publicita con el resplandor de los brillos de lo nuevo, el intenso color de lo apreciable y la panacea de sus virtudes. La acumulación de objetos, dicen, nos hace más felices, mejores personas, más atractivos y admirados. El valor de una persona está en el modelo de coche o en los metros cuadrados de su casa, en la “modernidad” (definición ambigua y esclavizante) de su manera de vestir o de cortarse el pelo, en el tamaño de su reloj Breil o Tag Hauer.

No, las personas no somos la suma de las cosas que acumulamos. La buena educación de nuestros hijos tampoco pasa porque tengan todo lo que deseen.

Es muy interesante observar a las crías del homo ludens en un centro comercial (las catedrales, según Saramago, de nuestros días). Apenas si saben corretear cuando adhieren prensilmente los objetos de los estantes. Apenas si saben hablar cuando balbucean algo así como “to”. La madre, intérprete natural de estas lenguas aglutinantes, lo explica: “¡Qué gracioso! Quiere esto. ¡Venga que te lo compro!” La pena es que el balbuceo se desarrolla y genera toda una gramática universal que incorpora cientos de expresiones capitalistas.

Cuando observo todas las cosas que tenemos y que desearíamos tener pienso en el décimo mandamiento. ¿Por qué estará ahí? ¿Es tan importante? Parece un mandato demodé en nuestro entorno. Esconde, sin embargo, una preciosa lección. Lo importante en este mundo son las personas, los que nos rodean y Dios, que también es persona. En muchas ocasiones empleamos el verbo “tener” para hablar de nuestros amigos en lugar de decir “soy amigo”. No es lo mismo “tener hijos” que “ser padre”. Lo primero es relativamente fácil, que se lo digan al reino animal. Lo segundo implica muchísimo más: ser, existir, estar, apoyar, sentir, relacionarse.

Hasta Dios llega a ser un objeto (excelentes son las reflexiones de M. Buber sobre este tema) cuando vivimos una religión capitalista. No, no hablo de comisiones ni de presupuestos sino de nuestros Señor. ¿Increíble? Pensad en como oramos y enseñamos a orar. Damos la impresión de que Dios sea el supermercado del cielo:

- Padre, por favor, concédenos tu gracia y otórganos…

- Señor, bendice estos… y dalo a…

- Te pido, Dios mío,…

Me gusta cuando un chaval abre su corazón y ora con nuestro Padre como si fuera eso, un padre, un amigo. Hay mucho de las relaciones familiares en el sustrato de nuestras oraciones.

Os propongo que experimentéis la acumulación de experiencias, de sueños, de relaciones, de vivencias. Es mucho más vivificante.

3. Estelas.

Algún purista me diría que no son nubes en su sentido estricto, y tendría la razón. Son el resultado, usualmente, de la emisión de gases por diferentes medios. ¿Quién no ha contemplado esa larga y blanquísima línea en el horizonte de un soleado día? Representa la conquista del hombre, con sus tecnologías, de la velocidad y el transporte. Muchos aviones nos sobrevuelan cada instante, tantos que el miedo galo a que el cielo se nos caiga encima cada vez es más probable.

La tecnología también deja sus huellas en nuestras familias. Tenemos vidas más cómodas, más asépticas y más pasivas. Al contemplar los hábitos de nuestros hogares se tiene la tendencia a pensar que nos estamos convirtiendo en periféricos (wi-fi, eso sí) de los televisores, internet o las videoconsolas. Si tuviésemos la perspectiva histórica que nos proporcionarán los próximos años nos daríamos cuenta de la amenaza de estos medios. No soy profeta, ni tengo intención de serlo, pero es fácilmente predecible que la moral social emula las emisiones que recibimos diariamente. Hoy, la estructura familiar está más cerca de los Simpson que de La Casa de la Pradera; el comportamiento infantil más afín a los Pokemon (por no mencionar algún que otro descerebrado del anima) que a Heidi; los roles femeninos más identificados con Lara Croft que con Sissí; las orientaciones sexuales más próximas a 7 vidas que a Verano Azul.

¿Hemos evolucionado con o por la tecnología? La respuesta no es fácil. Propongo, sin embargo, un método de comportamiento vital: la selección activa. La tecnología deja rastros en nuestros familiares. Es cierto que los mantiene tranquilos un rato pero inserta el germen de muchos momentos de intranquilidad. Decidamos y enseñemos a decidir con criterio sobre el uso y abuso de estas tecnologías.

Sólo me interesa esperar una nube. Dicen que tendrá el tamaño de la palma de una mano y que crecerá hasta llenar los cielos. Su resplandor será impresionante y sus repercusiones mucho más. Es la nube que anunciará un mundo nuevo y que nos envolverá en cambios y certezas. Esa si que es una nube de ensueños. Esperémosla con anhelo y digamos como Pablo en 1ª Tes 4,17: Luego nosotros, los que vivimos, los que hayamos quedado, seremos arrebatados juntamente con ellos en las nubes para recibir al Señor en el aire, y así estaremos siempre con el Señor. ¡Ojalá sea pronto!

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