Era una mañana muy fría en Yavneh, el anciano rabbí Ben Azzay susurró el comienzo de la Torah. Aquel texto le había acompañado desde su infancia más tierna, desde aquellos días en los que se preparaba para su anhelado bar-mitzvah. Y seguía sin comprenderlo totalmente.
—¿Por qué será así? —se preguntaba una y otra vez. Había consultado los comentarios más selectos pero no terminaba de perfilar la irregularidad sintáctica.
—Debiera decir “Di-os creó los cielos y la tierra” y no lo que está escrito. ¿Por qué? ¿Por qué será así?
Fue entonces cuando se iluminó su mirada. Escribió con pulso tembloroso pero con certeza en el concepto:
—Ven y observa la humildad del Santo, bendito sea. Un rey de carne y sangre menciona su nombre y después su creación. Sin embargo, el Santo, bendito sea, no hace así sino que menciona sus obras y, después de eso, menciona su nombre, como está dicho: “En el principio creó Dios” (Gn 1,1).
¡Esa era la clave! Hablaba de la humildad de Yhwh, así insiste el salmo 18,35 en que su “humildad nos sobrepasará”. El Señor va muy por delante de nosotros con sus buenas acciones, no tiene que mencionar su nombre porque sus hechos le califican. Su inmensidad se esconde tras su magnanimidad, tras la grandeza de su generosidad.
Era una mañana de gloria del año 1238 y Mohamed Ben-Nazar, Rey de Alhamar, entraba victorioso en la ciudad de Granada. Las multitudes, embriagadas de libertad, gritaban bienvenidas al triunfante guerrero. “¡Vencedor!” clamaban por doquier. En cierto momento, deteniendo su corcel, hizo una afirmación de tal magnitud que quedó registrada en los anales de la historia:
—Wa lâ galibun Îlâ Allah (Sólo Dios es vencedor).
La dinastía nazarí incluyó esta expresión en cada uno de sus escudos. Es curioso que una de las etapas más florecientes de la cultura árabe andalusí repitió vez tras vez que el secreto de su éxito radicaba única y exclusivamente en Dios.
Es una mañana laodicense del siglo XXI. Leo Ap 3,14-22 y siento cierta incomodidad.
—¿Entro dentro de este paradigma? ¿Creo que soy mejor de lo que en realidad soy? ¿Necesito despojarme de mi nombre y volver a la inocencia de los primeros años de ministerio? ¿Veo distorsionadamente la realidad de mi trabajo y de mi iglesia? ¿Me pierdo en proyectos y presupuestos, en objetivos y números? —me repito con cierta incertidumbre.
Es entonces cuando viene a mi mente la frase de Ben-Nazar. Reconozco, en ese instante, que la historia de mi ministerio es el milagro de la participación de Dios en mi vida. Los momentos de éxito son suyos, yo apenas si he aportado voluntad. Y, espontáneamente, me apetece que toque la puerta de mi casa para que compartamos una pizza. No pienso permitir que los carbohidratos mermen nuestra amistad, al contrario, he decidido pedir una “extragrande” para que podamos dialogar hasta que salga el sol. Tengo algunas preguntas pensadas para ese momento, preguntas de pastor.
—¿Cómo haces para que la gente te quiera tanto y sin necesidad de darte publicidad? ¿Esto de ser humilde es para que te imite?
Estoy seguro que, mordiendo su porción de pizza, me pedirá que abra el evangelio de Mateo 11,29-30: “Llevad mi yugo sobre vosotros y aprended de mí, que soy manso y humilde de corazón, y hallaréis descanso para vuestras almas, porque mi yugo es fácil y ligera mi carga.” Es su manera de decirme que él está al otro lado, que tira de la carga. También me recordará, insistiendo en que es un trabajo en equipo entre Dios y los hombres, que yo estoy al otro lado. Y me explicará los detalles de la mansedumbre, de la sumisión y de la importancia de la humildad:
—¡Olvídate de tu nombre y haz! No sabes cuán gratificante es dar por dar, querer por querer, ayudar por ayudar. No dudaría ni un instante en volver a hacer lo que hice porque merece la pena.
Le pediré que se quede más pero me alentará a comenzar la semana. ¡Hay mucho trabajo por hacer! ¡Muchas personas no le han disfrutado todavía!
Compañeros en el ministerio, necesitamos recordar que, aunque tengamos una misión especial, somos personas sencillas. Este mecanismo nos proporcionará la visión adecuada del trabajo por los demás. Estamos en un momento de la historia en que los miembros de la iglesia necesitan que sus pastores les acompañen en las vicisitudes de sus existencias como pares consagrados. No podemos olvidarnos de eso.
Insistía Albert Camus en algo que quisiera compartir con vosotros: “No camines delante de mí, puede que no te siga. No camines detrás de mí, puede que no te guíe. Camina junto a mí y sé mi amigo.” Tomemos a nuestras iglesias con el brazo sobre el hombro, como los que se aprecian, y avancemos en compañía, en paridad.
Cuando miro, en una noche constelada, el cielo y comprendo a Dios, así como es, grande, no dudo en comprenderme, así como soy, pequeño. Entonces, curiosamente, percibo que todo aquello lo hizo por mí, por ti y, paradójicamente, crezco como persona. Sin poder evitarlo exclamo:
—El Santo, bendito sea, no es como la gente común, le gusta hacer las cosas porque sí, sin necesidad de más... ¡Gracias, Padre!
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