Todas las cosas cansan
más de lo que se puede contar.
Ni se cansa el ojo de ver,
ni el oído de oír. (Qoh 1,8)
[Nota 1]: La estructura de este capítulo responde al formato de un discurso. Puesto que Qohelet reflexiona sobre las condiciones de las personas, su vivir y desvivir, existe el atrevimiento de proponer un sermón sobre el extremo de la cosificación humana: la violencia. El deseo del autor es que el texto supere el marco de un manifiesto y se convierta en enérgica posición de vida.
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Hoy hablamos de personas. Si hablasemos de cosas, éste sería otro discurso. Si hablásemos de cosas tendríamos que recordar que los objetos no poseen sino que son poseídos, no cuentan sino que se cuentan, no sienten sino que sólo están presentes, no esperan sino que se operan.
Hoy, sin embargo, hablamos de personas, porque son el regalo más precioso que ha otorgado Dios a este mundo. Tuvo a bien adornarlo de luz, formas, figuras y colores hasta que, finalmente, concluyó con el clímax de su creatividad: los seres humanos. Y los diseñó en libertad, en complementariedad, en paridad y en felicidad. Puso en su interior la posibilidad de elegir cómo, dónde y cuándo querían crecer y, además, les permitió hacerlo con libre albedrío. Puso en sus corazones la posibilidad de compartir y observar que, en ese conjunto llamado pareja, encontraban su totalidad. Puso en su mirada la posibilidad de comparar y comprender que todos somos tan diversos como iguales, formas exponenciales y oportunidades ecuánimes. Puso en sus sueños la posibilidad de materializar la plenitud del gozo que rige el universo cuando vibra en la armonía divina. Porque las personas poseen, no son poseídos; no se cuentan sino que cuentan; no están solamente presentes sino que sienten; no se operan sino que esperan.
Pero llegó el pecado y se trastocó el concepto cosa con el de persona. Y, por eso, estamos hoy aquí, para romper el silencio de una dinámica que es contra natura, para recordar que no hay intimidación justificable, que no hay falta de respeto aceptable, que no hay excusa para el dolor y el sufrimiento, que nuestra tolerancia para cualquier tipo de violencia es cero.
¿Por qué?
Primero, porque Dios nos creó en libertad y hemos de respetar su voluntad y autoridad. A Dios no le agrada ningún tipo de coacción. Somos llamados a facilitar el crecimiento de los demás, jamás su limitación física, intelectual, moral o espiritual. Nadie posee a nadie. No nos confundamos con tradiciones o costumbres admitidas. Dios nos creó en libertad y anhela que respetemos su decisión. Vivamos en el ambiente de la verdad, ese espacio donde reconocemos lo que somos, lo que otros son y lo que podemos llegar a ser todos, para devenir en entes autónomos. Tanta verdad con tanto cariño para que lleguemos a ser libres de verdad. Algunos piensan que por razones de un contrato o del don de la procreación son dueños de su esposo, esposa, hijo o hija. Creen que están en el derecho de limitar sus potencialidades, deseos o expectativas. Están equivocados. Nunca han tenido ese derecho. El matrimonio deriva de un acto de generosidad donde el eje siempre se encuentra en el otro. La paternidad halla su esencia en el desprendimiento de cada sentimiento, cada bien adquirido o interiorizado para que los que nos continúan sean mejores personas.
Uno de los principales objetivos de Jesús en su misión en la tierra fue recuperar esa plataforma de los seres humanos. Y se dedicó a hacer milagros de libertad a los poseídos de demonios o de dominadores, a los cautivos de estatus o de potencialidades, a los esclavos de decisiones o de adicciones. Así lo expresó el profeta Isaías:
El Espíritu del SEÑOR omnipotente está sobre mí, por cuanto me ha ungido para anunciar buenas nuevas a los pobres. Me ha enviado a sanar los corazones heridos, a proclamar liberación a los cautivos y libertad a los prisioneros. (Is 61,1 NVI)
No es aceptable ningún tipo de coacción porque a Dios no le agrada e impide el desarrollo de sus amadas criaturas.
Segundo, porque para Dios todos contamos, conoce cada uno de nuestros cabellos con todo lujo de detalles. Sabría precisar la elasticidad, resistencia, permeabilidad y propiedades eléctricas de aquel diminuto vello que se nos antoja imperceptible. No puede evitarlo, nos quiere. Para Él, cuando piensa en nosotros, no hay matemáticas sino literatura. Podría relatar con suma precisión aquel día que tuvimos a bien ver la luz, rosácea y glamorosa, del seno de nuestra madre; el día que sentimos el primer abrazo y el primer desprecio; el día de la mirada apasionada y el reojo malintencionado. Para Él no somos números, por eso no nos cuenta sino que nos tiene en cuenta.
El pecado, sin embargo, ha desdibujado nuestra percepción y nos ha convertido a todos en algoritmos. Seré más específico, al final no se nos concibe como otra cosa que ceros. Están los ceros a la izquierda y los ceros a la derecha. Algunos, con ese afán de contar lo incontable, consideran a ciertas personas como que no cuentan, esos ceros a la izquierda que apenas si aportan el trazo de la tinta. A sí mismos, sin embargo, se catalogan como ceros a la derecha, agentes de suma y poder. No puedo resistirme a reaccionar ante ese tipo de personas y decirles: No te das cuenta de que el infeliz y miserable, el pobre, ciego y desnudo eres tú. (Ap 3,17 NVI) Son como un billete de dinares yugoeslavos de 1994. Afirmo que soy “multimillonario” porque tengo uno de esos billetes. Sí, tengo un papel moneda de 500.000.000.000 dinares. Muchos ceros a la derecha, ¿no? Lo cierto es que el valor de este billete es bastante insignificante porque responde a una de las mayores hiperinflaciones monetarias de la historia. Hoy día, la cotización de uno de esos billetes en una tienda de numismática es de 17 euros. Lo siento, no soy multimillonario en el sentido crematístico de la palabra sólo en el numérico. Y, aquellos que se creen superiores a los demás por una cuna, linaje, cuenta bancaria o cociente intelectual, tampoco lo son. ¡Cuidado con las hiperinflaciones del ego! Tienen tendencia al alza y terminan con una tensión cardioespiritual excesiva.
No hay ceros a la izquierda cuando hablamos de personas. Todos tenemos dones diferentes, según la gracia que se nos ha dado. (Rom 12,6 NVI) Nuestro potencial es incalculable y no debemos caer en la trampa de la discriminación de ningún tipo o forma. Entiendo que Dios nos hablaría sobre este tema con las palabras de un padre, con palabras similares a las de José Agustín Goytisolo cuando le escribió a su recién nacida hija Julia:
Tú no puedes volver atrás
porque la vida ya te empuja
como un aullido interminable.
Hija mía es mejor vivir
con la alegría de los hombres
que llorar ante el muro ciego.
Te sentirás acorralada
te sentirás perdida o sola
tal vez querrás no haber nacido.
Yo sé muy bien que te dirán
que la vida no tiene objeto
que es un asunto desgraciado.
Entonces siempre acuérdate
de lo que un día yo escribí
pensando en ti como ahora pienso.
La vida es bella, ya verás
como a pesar de los pesares
tendrás amigos, tendrás amor.
Un hombre solo, una mujer
así tomados, de uno en uno
son como polvo, no son nada.
Pero yo cuando te hablo a ti,
cuando te escribo estas palabras
pienso también en otra gente.
Nunca te entregues ni te apartes
junto al camino, nunca digas
no puedo más, aquí me quedo.
La vida es bella, ya verás
como a pesar de los pesares
tendrás amigos, tendrás amor.
No es aceptable ningún tipo de discriminación porque a Dios no le agrada y desdibuja, por reducción o ampliación, la imagen de sus amadas criaturas.
Tercero, porque Dios es un ser sensible y así nos hizo. Las personas tienen sentimientos, las cosas no. Hacer sufrir física o psicológicamente a cualquier ser humano es transgredir el sexto mandamiento. Crecer en el cristianismo es crecer en la madurez de la vida al completo, y eso incluye nuestras palabras, gestos y, por supuesto, reacciones físicas. Generar dolor en cualquiera de sus manifestaciones no es discurrir por el sendero del cristianismo sino todo lo contrario. El ejercicio de la asertividad, de la palabra amable, de la caricia amorosa debiera ser constante en alguien que se dice seguidor de Cristo.
No hay ningún golpe que sea cristiano. No hay ningún insulto que sea cristiano. No hay ninguna amenaza que sea cristiana. No hay ningún tipo de agresión que tenga cabida con el cristianismo. Esas reacciones son del enemigo y, eso, no podemos callarlo. Es más, el Señor nos juzgará por esas acciones. Ya está bien de jugar a los silencios heredados, a la religiosidad pasiva que tapa dolores que nunca se curan. Mirar hacia otro lado no cambia nada y, al final, nuestra breve tortícolis es el sufrimiento crónico de otros, de los pequeños, de los marginados, de los desasistidos. Recordad que el Rey de Reyes los cuida. Mucho cuidado porque Él mismo dice: Les aseguro que todo lo que hicieron por uno de mis hermanos, aun por el más pequeño, lo hicieron por mí. (Mat 25,40 NVI)
No es aceptable ningún tipo de dolor porque a Dios no le agrada y daña el corazón de sus amadas criaturas.
Cuarto, porque Dios es un idealista, soñó con nosotros y, curiosamente, heredamos esa tendencia a anhelar. Es una cuestión genética, hemos de aceptarlo, nuestra mirada está más allá. Podemos formar, deformar, modelar o variar las cosas sin que esperen nada. Las personas, sin embargo, son diferentes: viven esperando. Los seres humanos aspiran a ser amados, recibir confianza, ver cómo las cosas mejoran, disfrutar del apoyo. Esa virtud nos permite soportar lo indecible: enfermedades, irregularidades, carencias, muerte.
Hemos de ser conscientes, por tanto, de que alguien nos está esperando. Hay niños que esperan ambientes con caricia, sin bruscos roces. Hay damas que esperan que surja la persona que les devuelva la estima. Hay ancianos que, azotados por la soledad o el desprecio, esperan la visita afectuosa. Hay mucha tristeza que espera, mucho silencio que espera, muchas lágrimas que esperan.
Y eso me recuerda una historia:
Era cerca del mediodía, ese instante en que las sombras se esconden bajo los pies huyendo de los rigores del calor. Era su momento, cuando nadie se acercaba al pozo, cuando no sentía las miradas enjuiciadoras sobre su nuca. Todos la conocían en Sicar y los comentarios no eran piadosos. Tuvo tantas ilusiones que se disolvieron que apenas si recordaba lo que era la compañía sincera. Soledad impuesta con el sello de tantos prejuicios: mujer, promiscua, amante, concubina. Pero se encontró con él.
Jesús le dijo:
—Dame un poco de agua.
Pero como los judíos no usan nada en común con los samaritanos, la mujer le respondió:
—¿Cómo se te ocurre pedirme agua, si tú eres judío y yo soy samaritana?(Jn 4,7-9 NVI)
La gran desgracia de las personas castigadas es que apenas si ven más allá que con los ojos del prejuicio o del dolor.
—Si supieras lo que Dios puede dar, y conocieras al que te está pidiendo agua —contestó Jesús—, tú le habrías pedido a él, y él te habría dado agua que da vida.
—Señor, ni siquiera tienes con qué sacar agua, y el pozo es muy hondo; ¿de dónde, pues, vas a sacar esa agua que da vida? ¿Acaso eres tú superior a nuestro padre Jacob, que nos dejó este pozo, del cual bebieron él, sus hijos y su ganado?
—Todo el que beba de esta agua volverá a tener sed —respondió Jesús—, pero el que beba del agua que yo le daré, no volverá a tener sed jamás, sino que dentro de él esa agua se convertirá en un manantial del que brotará vida eterna. (Jn 4,10-14 NVI)
Y la esperanza, fluido innato en el ser humano, comenzó a brotar de su maltratado corazón.
—Señor, dame de esa agua para que no vuelva a tener sed ni siga viniendo aquí a sacarla. (Jn 4,15 NVI)
La mujer de Samaría, junto al pozo de Jacob, comprendió que no existe situación, por muy opresiva que sea, que no pueda ser solucionada en Cristo. Y ese mensaje debemos recordarlo nuevamente hoy en cada rincón del planeta. En Cristo las personas vuelven a ser personas.
No es aceptable mantener en pausa las soluciones para los seres humanos porque a Dios no le agrada y es antinatural con la condición de sus amadas criaturas.
No vivimos tiempos fáciles, quizá no lo hayan sido en los últimos seis mil años pero eso no justifica que nos asimilemos. Tenemos la obligación de recordar al mundo cómo es Dios, lo que le agrada, cómo somos las personas, lo que nos debería agradar. Esa es una de las responsabilidades de la iglesia remanente: retornar la imagen divina al ser humano. Así lo hizo Jesús y así debieran hacerlo sus seguidores.
¿Seguirás manteniendo el estado de las cosas? Como dice Qohelet, ¿no estás cansado de tanto ver? ¿No debiéramos comenzar a cambiar?
Es el momento del llamado, llamado a decir no.
No al silencio que oculta la palabra ácida, el morado en el ojo, el castigo en la piel.
No al gesto del que se siente poseedor de otros, el que cercena el crecimiento y las posibilidades de los que le rodean.
No al abuso de inocentes con manipulaciones de estatus, de poder o de religión.
No a la violencia en cualquiera de sus formas.
No a la pasividad con excusa eclesiástica.
No a tratar a las personas como si fueran cosas.
¡NO!
Y me gustaría escuchar ese “no” desde los resquicios más profundos de vuestro corazón porque es tiempo de romper el silencio, porque a Dios no le agrada y a nosotros tampoco. Me gustaría que ese “no” tuviera el valor de superar los límites de una habitación, de una casa, de una escuela o de una iglesia, de un país. Me gustaría que se oyese en cualquier lugar de este mundo porque, desde hoy, hemos decidido hablar de personas.
¿Qué quieres que te diga? Tú, sólo tú, tienes la palabra.
En la iglesia de la Universidad Adventista del Plata, a 9 años del atentado de las Torres Gemelas, en el día contra el abuso y la violencia del 2010.
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