Uniformada en azul cobalto, la azafata movía cansinamente los brazos. Su extremada delgadez revelaba una cultura de la estética que vive espuriamente. Tras las instrucciones, el despegue. ¡Qué largo es un vuelo transoceánico! Lentamente comencé a leer la revista promocional y me topé con la palabra. Un artículo, con cierto afán divulgativo, comentaba los diferentes significados del término “protestar”. Nada de nuevo con relación al uso común de los hablantes: “expresar con ímpetu queja o disconformidad” o “expresar públicamente la fe y creencias que alguien profesa y desea vivir”. Muy sorprendente el apenas utilizado: “declarar o proclamar un propósito”. Y me imaginé que escribiría esta acepción en cursiva porque me resultaba extraña, casi extranjera.
Una mañana de verano austral caminaba hacia el Puente Blanco, el sol nacía a mi espalda y pude ver mi sombra, alargada sobre el césped entrerriano. No sé si fue el tono rosáceo de aquellas horas o la música de The King’s Singers, quizá la brisa del Espíritu que refrescaba mi corazón. Y surgió la idea y di gracias al Dios de los cielos que apenas rasgamos.
¿Cuánto tiempo llevamos protestando? ¿Cuánto protestando? Llevamos mucho tiempo protestando y lo hacemos con orgullo. Retornamos nuestra mirada hasta Lutero y nos hermanamos socialmente con los protestantes. Y está bien, no compartimos historia con Roma. Nuestra iglesia, en este país de fratricidios recordados y, a veces, perdonados, miró con la democracia y aprendió, entre otros valores, a expresarse. Y protestamos contra las discriminaciones y por nuestras igualdades, contra las conciencias esclavizadas por los pensamientos totalitarios, contra las prácticas de vida no saludables. Y confesamos que guardábamos el sábado, que no comíamos cerdo, que no salvan las obras, que no somos una secta y, sobretodo, que Cristo viene pronto.
Protestar se convirtió en un derecho y, lamentablemente, en un hábito. Hábito que, a todas luces, se ha extremado. Y todo extremo es dañino. Veo, tristemente, como el criterio se ha trocado por crítica; como los ideales se modifican por temor a dimes y diretes; como la palabra injuriosa e infundada tiene más valor que el trabajo honesto, continuo y reflexionado. Veo estas manifestaciones y concluyo: nos hemos convertido en verdaderos protestantes (no sé si atreverme a decir protestones). Y me pregunto: ¿cuánto protestamos? ¿Cuán clara es nuestra identidad eclesial? ¿Y nuestro compromiso?
Aquella mañana sentí que Dios está al control, que cada uno de mis latidos le recordaba, que la tijereta (tyrannus savana) que revoloteaba a mi alrededor flotaba en sus cuidados, que ya está bien de quejas que finalmente me amordazan y que debía fluir en su bondad. Y decidí mejorar mi actitud y protestar:
Protesto que Dios es mucho más que omnipotente, omnisapiente u omnipresente: Dios es amor. Y me tiene tanto cariño que me ha regalado lo más valioso del universo: Jesús. Agradezco que, con ello, mi futuro esté en sus manos.
Protesto que soy hijo del Dios que vive y que voy a disfrutar de su paternidad. Voy a resistirme a la tentación del orgullo y a interiorizar que la verdadera humanidad pasa por la humildad, por la dependencia de su mano poderosa.
Protesto que no estoy diseñado para un mundo de irregularidad, de pecado o de muerte. Pertenezco a aquel paraíso donde las personas aprenden de los ángeles y caminan con Yhwh. Por esa razón, deseo hacer todo lo posible por impedir que aquella imagen desaparezca; pienso respetar este planeta y los seres que en él habitan.
Protesto que el ser humano precisa vivir y disfrutar de compañía. Por ello, Dios nos ofertó la vida en pareja, en familia. Me comprometo, a pesar de las presiones sociales, a seguir levantando la voz a favor de la fidelidad, de la responsabilidad, del diálogo, de la oportunidad. Somos nuestras relaciones, nuestros matrimonios, nuestras cunas.
Protesto que hay un pueblo de Dios y una misión: que cada vez seamos más. Los que hemos tenido la oportunidad de ser “adoptados” por el Espíritu debemos facilitar otras “adopciones”. Hay herencia de sobra para todos, aprendamos a compartir la grandeza del Evangelio. No hay pueblo de Dios sin misión. Dejemos de ser inmigrantes, emigrantes o residentes, aceptemos nuestra “patria”.
Protesto que, en Cristo, somos realmente iguales. Nuestras comunidades debieran aprender de una vez por todas a mirar a los corazones en lugar de pieles, sexos o estratos. Hay latidos que bien merecen un abrazo. Renovemos el significado de la palabra “hermano”, que pase de la boca al tuétano, de la forma al fondo.
Protesto que la comunidad eclesial no son las instituciones, ni los presupuestos, ni los líderes. Ellos son simplemente instrumentos. La comunidad eclesial somos todos aquellos que, con actitud sincera, nos ponemos en manos de Dios para cambiar las cosas. Por eso, el Espíritu repartió multitud y variedad de dones. Hacer iglesia, por supuesto, está en tu mano.
Protesto que no somos perfectos aunque, en ocasiones, lo hayamos pretendido. Caminaremos, eso sí, hacia la madurez, hacia el equilibrio, cuando Jesús ocupe el primer y único lugar en nuestros intereses. Nos guste o no, no hay otro camino. Recuerdo, sin embargo, que la vía es amplia, que cabemos muchos.
Protesto que nuestro horizonte supera la enfermedad, la vejez o la muerte; se pierde en la lejanía de la eternidad. Sepamos vivir con perspectiva, con la mano tendida al ahora y la mirada en el luego. Las promesas del Señor, que hoy apenas parecen sueños, son certezas ineludibles. Afirmémonos con confianza.
Protesto que, en estos momentos, hay mucha gente que protesta y pocos que protestan. Clarifiquemos lo que somos, la grandeza de lo que poseemos y no tendremos otro remedio que saludar al Señor porque Él es el final de cualquier discurso.
Lleva dos días lloviendo torrencialmente y, eso, para un jiennense de estaciones resquebrajadas por la sequedad, es molesto. He estado a punto de quejarme cuando un hiperactivo colibrí ha cruzado mi ventana. He captado la indirecta y, siempre, gracias al Señor, he comenzado a teclear: Protesto enérgicamente...
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