domingo, 28 de noviembre de 2010

De vuelta a la coherencia

Poca gente los conoce pero cambiaron la estructura de la Iglesia. Surgieron en ese período del cristianismo en que las persecuciones eran constantes y la sangre de los mártires tintaba la arena de los circos. En el siglo III d.C. se intentaba restaurar los valores de la antigua Roma y surgió un inconveniente: los cristianos. El ataque contra ellos fue sin cuartel y sin tregua. Tiempos difíciles en los que todos no fueron fieles, los lapsi entre otros. Con las décadas, en las discusiones teológicas, se los clasificaría para debatir su grado de culpa. Estaban los que quisieron arreglar las cosas con la picaresca de todos los tiempos (los libellaciti) y se consiguieron documentos falsos que certificaban que habían realizado sacrificios a los dioses aunque no lo habían hecho. Los thurificati eran los que apenas habían quemado una pizca de incienso ante los altares. ¿Cosa de poca importancia? Los sacrificati llegaron más lejos, ofrendaron sacrificios al emperador o a cualquier dios del panteón romano. En el extremo de la infidelidad se hallaban los traditori, ya que su falta de lealtad se concretó en delatar a otros cristianos y, por ende, inducir su asesinato.

¿Cómo cambiaron el cristianismo? Cuando llegó la calma y pidieron ser normalizados en una iglesia, entonces, en libertad. Por este asunto se enfrentó Hipólito de Roma a Ceferino y a Calixto I y los cuestionamientos sobre los límites de la disciplina eclesiástica aún están abiertos. Aparte de los debates sobre conceptos de registro (si alguien debe estar dentro o fuera de la Iglesia) nos hallamos ante un modelo de pensamiento nítidamente perturbador: la mentalidad intermedia. Y esta expresión responde a ese proceder en el que la identidad es tan liviana que se excusan, justifican y aceptan elementos ajenos al cristianismo. Tal proceso de pensamiento propició el abandono de los valores bíblicos y la amalgama doctrinal. Lo que, a la luz del Apocalipsis, podríamos denominar como la confusión, Babilonia.

¿Se repite la historia?

Permitidme un rodeo para contestar esta pregunta. He de reconocer que he sido, como buen español, bastante escéptico con las disciplinas psicológicas. Posiblemente porque crecí entre tests de coeficiente intelectual (y no era un coeficiente sino un cociente); encorsetamiento del individuo por temperamentos (y cada análisis cambiaba tus humores); uso indiscriminado e inconsciente de expresiones como paranoia, esquizofrenia o absolutismo dicotómico (y quién no ha sido apuñalado con ellas); o por residir en un país que está obsesionado por el Psicoanálisis (y cualquiera menciona a su madre en una conversación). Pero una sobremesa amplió mi mente (qué fértiles y placenteras son las sobremesas de sábado). Frente a una taza de infusión, Carlos (doctor en Psicología por la centenaria ciudad de Salamanca) y yo debatíamos sobre lo humano y lo divino cuando recibí una definición magistral: disonancia cognitiva. ¿A qué hace referencia? Cuando una persona intenta mantener al mismo tiempo dos pensamientos que están en conflicto, o una creencia con un comportamiento que no son compatibles, entra en una tensión interna que se denomina así, disonancia cognitiva. Os pongo un ejemplo, alguien cree que un principio existencial es el de no matar. Su país entra en guerra y vive el conflicto entre sus ideales y la necesidad de defender a su familia. ¿Qué hacer? Hay tres posibilidades y todas buscan rebajar la tensión que genera la disonancia cognitiva: fortalecer su creencia y no ir a la guerra, abandonar su creencia y luchar, o mantener comportamiento y creencia e inventar una justificación (en muchos casos el concepto de “Patria”).

En el cristianismo la disonancia cognitiva surge del choque entre el modelo bíblico y el comportamiento discrepante de tal modelo. A esta irregularidad de comportamiento se le llama pecado (no ir en la dirección correcta) y se soluciona volviendo al modelo bíblico (arrepentimiento y cambio de comportamiento). Los lapsi tenían ante sí esta opción: reconocer que habían sido débiles y mejorar sus vidas. Pero, tristemente, eligieron mantener el comportamiento inadecuado y justificarlo. Y una cosa llevó a otra, y se aceptó el culto a Mitra (Navidad), la estructura gubernamental pagana (jerarquía), la adoración del dios sol (cambio del sábado al domingo), la antropología helénica (sexismo), la mitificación de las vestales (celibato) y de los eremitas (monacato). El resultado fue la “cristiandad”, un híbrido que no se asemejaba al mensaje de Jesús.

Ahora debo contestar la pregunta: sí, estamos repitiendo la historia.

Entiendo que gran parte de nuestra membresía está siendo afectada por la disonancia cognitiva y que tendemos a rebajar esa tensión con la mentalidad intermedia: no rechazando ideales (al menos abiertamente), no rechazando comportamientos y justificando mucho. Observad las etapas que os propongo y, si os parece, realicemos un ejercicio de reflexión y sinceridad:

1. Culpabilidad

Una realidad universal es que todos pecamos (si alguien difiere de mi afirmación o está de broma o debe hacerse revisar). Una esperanza bíblica es que existe solución a ese error. La sangre de Cristo nos oferta la posibilidad de un cambio y una vida de equilibrio. La culpa se alberga en nuestros corazones hasta que comprendemos y aprehendemos esta fantástica verdad. Después llega el consuelo. ¿Qué sucede cuando queremos mantener el error? La culpa adquiere dimensiones desmedidas en tiempo e impacto.

2. Excusa

La culpa perturba, nos recuerda la disonancia cognitiva y tenemos tendencia a improvisar soluciones, son las excusas espontáneas. Suenan infantiles pero son la primera reacción y, por tanto, poco elaboradas. Una de las más comunes es la del traslado de culpa. Recordáis el relato de Génesis 3: la mujer tenía la culpa, la serpiente tenía la culpa, Dios tenía la culpa por haberlos creado. En mi juventud conocí a alguien que no aceptaba responsabilidades en la iglesia porque el pastor no le caía bien. Cambiaron de pastor y seguía sin aceptar responsabilidades porque el sustituto tampoco le caía bien. Después de varios años y diversos pastores pude afirmar lo que intuía: todo aquello era una excusa para armonizar el ideal de misión con su comodidad.

3. Justificación

Las excusas prolongadas tienen la tendencia a profesionalizarse y se convierten en justificaciones. El pensamiento espontáneo se perfecciona y desarrolla teorías que dan un aspecto de coherencia al discurso. Los ejemplos son múltiples pero propongamos uno que es común a muchos territorios eclesiásticos: la Reforma Pro-Salud. Uno de los mensajes troncales en el discurso adventista es el cuidado de la vida como templo del Espíritu Santo. La creencia está bien definida. Una de las prácticas alimentarias más usuales en el adventismo es la ingesta de productos de derivado animal. Éste es un comportamiento patente. Pues bien, la disonancia está servida. ¿Y la justificación? He escuchado muchas, algunas apenas excusas, pero una de las más intensas es: ¡Jesús dio de comer pescado! (Jn 21).

Esta argumentación tiene apariencia de coherencia pero cuando se la coloca en el paisaje completo de la interpretación sólo puede identificarse como simple justificación.

4. Relativización

Cuando la justificación no resiste al contraste con la verdad se genera el siguiente paso de la disonancia: relativizar lo relevante. Si el error lo padecen muchos o se practica mucho tiempo se piensa que es menos error o que no lo es. Pongamos el ejemplo de la infidelidad. Primero la excusa: “¡Es que ella no atendía mis necesidades!” Después la justificación: “Jesús dice que ya hemos adulterado cuando pensamos en ello. ¿Quién no ha tenido un mal pensamiento?” Por último, la relativización: “Eso era antes, ahora esas cosas ya no son tan graves. Hay pecados peores que los del sexo.”

Una de las expresiones claves de esta etapa es: “Eso era antes, ahora..” Esta afirmación, sumamente común, genera preguntas profundamente paradójicas: a) el pecado deja de serlo con el tiempo, entonces, b) el pecado no está asociado con la naturaleza humana sino con la cultura, por lo que, b.1) si el pecado no tiene que ver con mi mundo interior, ¿por qué tuvo que venir Jesús a morir por mí?, o, b.2.) ¿cuál es la cultura que más se acerca a la verdad?, ¿cuánto dura esa verdad?, ¿existe la verdad?, ¿qué sucede si un cristiano no tiene una concepción clara de esta temporalidad y se vuelve anacrónico?, ¿es pecador? ¿cuánto tiempo es pecador?

Perdonad la ironía. El cristianismo se fundamenta en certezas y no en posibilidades. Cuando Jesús se propone como modelo no dice que hay caminos sino que “El es el camino” (Jn 14,6).

5. Distanciamiento

Un efecto inmediato de la relativización es el distanciamiento. El uso del vocablo “iglesia” como un abstracto es una muestra de ello. La disonancia que busca rebajar su tensión amplifica el yo y etiqueta el otro. Cuantas veces se oye aquello de “eso es cosa de la Junta de Iglesia”, “la Iglesia dice esto pero yo…”, “es que los de la Unión…”, “eso lo dirá la Iglesia”.

Bíblicamente, la iglesia somos todos. La jerarquización y abstracción del Cuerpo de Cristo no responde a su naturaleza. Es más, se puede afirmar que el distanciamiento del concepto “iglesia” produce cristianos nominales.

El distanciamiento del miembro con la iglesia oculta, en muchas ocasiones, la sensación de que esta última está desfasada y, por tanto, carece de autoridad puesto que lo relevante se encuentra en el presente o lo personal y no en lo permanente o lo constituido.

6. Desvalorización

Si todo es relativo, ¿qué espacio ocupan los valores?, ¿y la autoridad? El distanciamiento con la iglesia minimiza sus agentes y se argumenta que el pastor ni está cualificado ni lidera porque su discurso no responde a la mentalidad intermedia. Y lo más paradójico es que los agentes de sensibilización espiritual suelen creerse el argumento y tienden a modificar el discurso. Se recurre a una hermenéutica social (esto quiere decir que no es la Biblia el patrón de comportamiento sino que el comportamiento afecta la interpretación de la Biblia) que, a todas luces, genera más relativización, más distanciamiento (porque la tensión de la disonancia no se resuelve) y más desvalorización.

Lo que más me preocupa no es que se minimice el espacio de los pastores (a fin de cuentas es uno de los riesgos históricos de la profesión, que se lo digan a los profetas) sino que, en este alud de rechazos, se incluya en el mismo paquete al Espíritu de Profecía o a la Biblia. ¿Qué sería del cristianismo sin la Biblia? Simplemente, no sería. ¿Qué sería del adventismo sin el Espíritu de Profecía? Tampoco sería.

Hace pocas semanas se me acercó un joven y me preguntó: “¿Es verdad que ha salido una nueva Biblia en la que la traducción dice que no es malo tener relaciones prematrimoniales?” Me alegré, puede parecer paradójico pero me alegré. Por supuesto que la Biblia no acepta las relaciones sexuales prematrimoniales (no hablemos de la disonancia que crea este tema). Me alegré porque ese muchacho aún seguía considerando la Biblia como autoridad. ¡Ojalá, si es el caso, modifique su comportamiento!

7. Carencia de referentes

Sin Biblia no hay principios. Sin el Espíritu de Profecía no hay normas. Sin pastores no hay consejos. Sin padres (ahora la mayoría quieren ser colegas) no hay guía. Sin maestros (qué decir del término “docente”) no hay instrucción. Y terminamos por preguntarnos: ¿todo puede ser autogestión?

Vengo observando que en muchas clases de Escuela Sabática se ha cambiado el inicio de los comentarios de “la Biblia dice…” a “yo creo…” Parece que el referente es uno mismo, lo que significa que no hay referentes. No deseo parecer wittgensteiniano pero no podemos afirmar lo alto que somos poniendo la mano sobre nuestra cabeza y diciendo: “¡Mira que alto que soy!” La medida necesita un modelo con el cual medirnos.

Si la Biblia es la que modifica el comportamiento, la única tarea es conocer e interpretar con equilibrio la Biblia. Si es el comportamiento el que modifica la interpretación no dejamos de preguntarnos: ¿qué comportamiento?, ¿voy a aceptar el comportamiento del otro como modelo de mi vida?, ¿pueden haber tantos comportamientos como vidas?, ¿qué sucede cuando el comportamiento del otro es radicalmente contrario al mío?

8. Confusión

Sin referentes estamos abocados al caos. Hemos de abrir los ojos y ser conscientes de que el modelo de la mentalidad intermedia, de la actitud de los lapsi, nos lleva irremediablemente a la asimilación. Y eso no responde a las características del Remanente sino de Babilonia.

Mira a tu alrededor, ¿hacia dónde camina el mundo?, y, ¿hacia dónde caminas tú?

Cuando Apocalipsis habla de nuestro tiempo indudablemente se refiere a la mentalidad intermedia, ni fría ni caliente. Es el peligro de pensar que se está bien cuando la enfermedad azota nuestra visión. Es curioso que Jesús propone, además de eliminar los obstáculos que nos ciegan con el colirio de su Palabra, cenar con nosotros. En el llamado a la puerta de nuestro interior hay una propuesta de intimidad con lo transcendente. Jesús anhela que seamos amigos, cercanos y que le apreciemos.

Sólo hay una manera de afrontar el pecado: arrepentimiento y cambio de comportamiento. Lo demás nos crea lacerantes sentimientos de culpa y alteraciones de la percepción que nos conducen a la confusión. ¿Eres lapsi? Puede que sí; yo, lo reconozco, lo he sido en ocasiones. Si eres lapsi, ponte de rodillas y habla al Dios que todo lo puede y, curiosamente, encontrarás que la disonancia desaparece, que eres capaz de vivir en armonía, que disfrutas del “silbo apacible” de los que caminan por la Verdad.

Seguramente ya lo intuías, yo, simplemente, te lo recuerdo: ¡Es tiempo de volver a la coherencia!

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