domingo, 28 de noviembre de 2010

Entre idus de marzo y abril

Nos hemos despertado con olor a temores. El terror nos ha mostrado su rostro huidizo y maligno. Vivíamos en el mundo de las ficciones y comodidades, en ese pequeño espacio que privilegia a tan pocos, y, tarde o temprano, nos tenían que llegar los idus de marzo: el tiempo en que se despiertan los guerreros de su invernar y colorean de sangre nuestras vidas.

Están los que sólo conocen los métodos equivocados, las trayectorias erráticas que conducen al caos, los que pecan. Ellos han disfrutado en los marzos (triste recuerdo del bélico Marte) de la historia con robar el aliento de los hombres. Son los hijos del enemigo, aquel que se goza en el desequilibrio. Han estado ahí desde aquel primer pecado, desde la sangre del primer inocente, desde el primer orgullo, la primera batalla, la primera matanza.

Están, también, los que buscan los métodos correctos, los senderos de equilibrio que conducen al orden, los que aman. Ellos esperan otro abril (hermoso recuerdo de una resurrección) en la historia prestando, entre tanto, el aliento a los hombres. Son los hijos de Dios, aquel que se goza con la armonía. Han estado ahí desde la primera promesa, eran la primera sangre inocente, la primera circunspección, la primera tregua, los primeros sacrificios.

Esto, sin embargo, no será siempre así.

Los evangelios sinópticos (Mt 24, Mc 13 y Lc 21) recogen las diferentes señales que marcarían los tiempos. Alguna de ellas nos sabe a actualidad:

“Se levantará nación contra nación y reino contra reino; habrá grandes terremotos y, en diferentes lugares, hambres y pestilencias; y habrá terror y grandes señales del cielo.” (Lc 21,10-11)

No es nada desconocido. Siempre ha habido terror, los elementos naturales han actuado contra el hombre, las plagas se han cebado con grandes y pequeños. Lo novedoso, y profético, es la intensidad. La intensidad del clamor: millones pidiendo soluciones; la intensidad del conocimiento: miles de noticias servidas en nuestras casas que nos afligen o esclerotizan; la intensidad del deseo de mejora: cientos de ONGs poniendo toda la carne en el asador; la intensidad del dolor: decenas de inocentes que mueren cada segundo; la intensidad del caos: un mundo que fibrila.

Esto, me reitero, no siempre será así.

Cristo padeció los rigores de la tortura y la muerte para que todo cambie. En los idus de abril (nisán) tuvo a bien iniciar la apertura a toda esperanza. En la aurora abrió una tumba venciendo a la muerte, abrió muchas otras para que fuesen primicias de lo porvenir, abrió su voz para llamar por nombre a sus amigos, abrió sus manos para que los incrédulos pudieran tocarlas, abrió el pan para que los desanimados cobraran fuerza, abrió su corazón para que el traidor supiera que le amaba, abrió los cielos para recordarnos que volverá entre aquellas nubes. Hoy, en la mitad de nuestras tormentas, en los idus de nuestros marzos, abre sus brazos para que nos recostemos en su seno. Es entonces cuando nos susurra al oído que debemos seguir teniendo fe, que anhela que su espíritu siga iluminando nuestros días porque esto no siempre será así.

Pablo, un ex-terrorista del integrismo, supo encontrarse con estas palabras de Jesús y las hizo suyas:

“Todos los que son guiados por el Espíritu de Dios, son hijos de Dios, pues no habéis recibido el espíritu de esclavitud para estar otra vez en temor, sino que habéis recibido el Espíritu de adopción, por el cual clamamos: "¡Abba, Padre!". El Espíritu mismo da testimonio a nuestro espíritu, de que somos hijos de Dios… Tengo por cierto que las aflicciones del tiempo presente no son comparables con la gloria venidera que en nosotros ha de manifestarse, porque el anhelo ardiente de la creación es el aguardar la manifestación de los hijos de Dios… Sabemos que toda la creación gime a una, y a una está con dolores de parto hasta ahora… Pero si esperamos lo que no vemos, con paciencia lo aguardamos.” (Ro 8,14-25)

Resalto algunas de sus ideas:

1. Somos hijos de Dios. Todos aquellos que buscamos el camino de la bondad, de la solidaridad, de la verdad, de la justicia somos sus hijos. Todos aquellos que dejan atrás conductas erráticas y se vuelven al verdadero amor, estén donde estén, son sus hijos. El Espíritu Santo nos recoge de los andurriales de la vida y nos lleva, asidos de la mano, hasta nuestro padre; aquel que nos espera en mitad del sendero con los brazos extendidos.

2. ¡Papá! El abrazo poderoso de Dios nos proporciona la verdadera paz. La paz del que se sabe seguro y supera toda prueba por el fundamento de esa confianza, esa fe. La paz del que se sabe amado sin necesidad de condiciones, como un padre ama a su hijo. La paz que surge de la intimidad, de la expresión del cariño más profundo.

3. Aunque padezcamos, seremos glorificados. Este mundo de dolor se va a acabar, vendrán días mejores, y muchos. Esto no es nada en comparación con la abundante generosidad (gloria) de Dios que colmará nuestros mejores sueños. La luz que hay al final de este túnel es sumamente intensa, tiene tantos paisajes que mostrarnos, tantos detalles, tantos colores que olvidaremos las sombras de nuestro viaje.

4. La naturaleza no lo soporta más. Ni siquiera nuestro planeta aguanta más el pecado. Cada especie que se extingue, cada mar o río que pierde su color, cada espacio que tiembla, cada ciclón que se agita clama al Dios de los cuerpos celestes que ponga las cosas en su lugar.

5. Un poco de paciencia, mucha visión. Queda tan poco que no debiéramos ceder. Mantengamos la esperanza en que el amor regirá lo venidero. La violencia no tiene futuro. Quizá las lágrimas, el dolor o el temor nublen nuestras miradas pero la solución está ahí, en frente. Y es real.

Si eres de los que comparten esta esperanza, que no te atemoricen los idus de marzo. Confía en las palabras de la Biblia. Hubo un tiempo, al principio, en que todo era abril, primavera, y volverá. Estamos dejando el invierno de nuestros días y nos espera la apertura de un mundo nuevo. Así lo vio Juan y así te lo transmito:

“Entonces vi un cielo nuevo y una tierra nueva, porque el primer cielo y la primera tierra habían pasado y el mar ya no existía más. Y yo, Juan, vi la santa ciudad, la nueva Jerusalén, descender del cielo, de parte de Dios, ataviada como una esposa hermoseada para su esposo. Y oí una gran voz del cielo, que decía: "El tabernáculo de Dios está ahora con los hombres. Él morará con ellos, ellos serán su pueblo y Dios mismo estará con ellos como su Dios. Enjugará Dios toda lágrima de los ojos de ellos; y ya no habrá más muerte, ni habrá más llanto ni clamor ni dolor, porque las primeras cosas ya pasaron". (Ap 2,1-4)

Esto que hemos vivido, recordadlo, no siempre será así. ¡Es una promesa!

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